En lo más recóndito de la montaña colombiana, allá donde durante décadas la sinrazón de la guerrilla y el ejército sumió en la violencia a poblaciones enteras, la noche brilla más que un sol. En Toribío, en Colombia, el atardecer anticipa el encendido de los invernaderos de cannabis, la única actividad agrícola rentable en la zona. Los propios campesinos la llamaron la Ciudad Perdida de la Marihuana por su difícil acceso entre las montañas. Sin embargo, la llegada del alto el fuego y las avanzadas y celebradas negociaciones de paz pueden acabar con su forma de vida hasta ahora. 

Toribío es un remoto municipio indígena de la región del Cauca, en Colombia. Durante años la guerra golpeó este rincón con crudeza. Su elevado valor militar tanto para la insurgencia como para las milicias gubernamentales y paramilitares la mantuvo sumida en el olvido. Era un enclave estratégico para el movimiento de tropas y cocaína desde la selva hacia Cali y el océano Pacífico, lo que impidió que las infraestructuras se desarrollaran con normalidad y que las familias progresaran en una economía básica de subsistencia. Ahora, con el acuerdo de paz en ciernes y la búsqueda de una solución al narcotráfico, las plantaciones de marihuana de los agricultores están en peligro.

A los campesinos no les rentaba plantar café, plátanos o caña, los cultivos tradicionales. Todo ello era muy caro de transportar desde las empinadas montañas hasta los lugares de distribución. La tierra, sin embargo, era fértil. Y llegó la marihuana. Se estima que el 80% de los labriegos en el municipio son cannabicultores. Casi al final de la guerra y allá donde prácticamente no existe el Estado sino una suerte de poder guerrillero y buenas intenciones por parte de la administración, la ciudad de Toribío se aferró al cannabis para sobrevivir.

Pero no era algo nuevo en Colombia. En los años 60 ocurrió en lugares más prósperos, como Santa Marta, en el Caribe, donde se plantaron extensiones inmensas de variedades autóctonas que pronto dominaron el mercado internacional. Si en los 60 nació el negocio de la marihuana en Colombia, en los 70 y 80 todo cambió. La insurgencia de las guerrillas y la más lucrativa cocaína trajeron la ‘lucha contra la droga’ y diferentes violencias y represiones que han mantenido las zonas rurales en la miseria.

Dicen que en las montañas de Cauca se extienden las mayores plantaciones de marihuana del país y que los cannabicultores reciben 100 euros por cada kilo. Otros, más modestos, afirman que tan solo 10 dólares (unos 8 euros por kilo). Este tipo de plantaciones sigue siendo ilegal en Colombia: aunque el Estado haya relajado su postura acerca del consumo personal, plantar marihuana es ilícito. Sin embargo, en la misma dirección de entendimiento surgida con las negociaciones de paz, el Gobierno ha dejado de fumigar los cultivos desde el aire para acabar con ellos.

En los márgenes de una guerra todo o nada puede ser ilegal, y el cultivo de marihuana en este lugar ha permanecido en el limbo hasta hace muy poco. El difícil control de la zona y la presencia guerrillera favorecieron de una retorcida manera a quien siembra cannabis. Pero siempre hay problemas. La inmensa mayoría de los invernaderos están conectados irregularmente a la luz, por lo que la compañía eléctrica que sirve a Toribío ha comenzado a cortar el servicio con frecuencia para evitar el fraude. Estos cortes no solo afectan a los labriegos sino que perjudican a todos los habitantes del valle, con las consecuencias de insalubridad que se derivan: pérdida de alimentos, imposibilidad de dar clase a los niños, de trabajar en otra cosa que no sea el campo...

A esto hay que sumar el difícil encaje de la cuestión indígena en la gestión del territorio. En Toribío, el 97% de la población pertenece al pueblo nasa. Los dirigentes aborígenes exigen desde hace años asumir el control de sus territorios y el retiro tanto de los rebeldes como de los militares y la policía, lo que ha sido descartado sistemáticamente por los gobiernos colombianos. Estas demandas de retiro se reavivaron en los últimos años, cuando el casco urbano de Toribío fue atacado por ser un paso clave para el movimiento de tropas y drogas hacia el centro y suroeste del país.

Con el inminente acuerdo de paz entre Gobierno y las FARC, en la montaña central colombiana se cierne otra amenaza. Hasta ahora en Toribío, y gracias al vacío legal, quien cultivó marihuana pudo esquivar la violencia mal que bien. Ahora temen que el Estado no ocupe como debe sus funciones y haya mafias u otros grupos guerrilleros que quieran controlar con mano de hierro el territorio. El ENL, el segundo grupo guerrillero en importancia en el país, sigue con su actividad armada al contrario que las FARC; según cuentan algunos líderes locales y la prensa, desde hace años ha aumentado la presencia en la zona. El Gobierno pretende retomar las conversaciones del alto el fuego con el ENL, pero hasta que no cesen los secuestros no lo hará.

La perspectiva del acuerdo de paz suscita entre esperanza y expectación entre los habitantes de Cauca. Todo depende del papel del Estado y su verdadera implicación en rescatar la economía de la zona. Los cannabicultores creen que con el apoyo de la administración podrían cambiar este tipo de cultivo por los tradicionales. En los acuerdos de paz se habla de sustitución manual de las plantaciones por otro tipo de cultivo y de acabar con la práctica de fumigar con glifosato.

Una profunda reforma agraria que evite a los campesinos caer en redes mafiosas, mejora de infraestructuras y apoyo económico a la región son las soluciones por las que abogan los líderes locales. También, por la sustitución manual de las plantaciones en vez de las fumigaciones desde el aire tan nocivas para los ecosistemas. El presidente Santos habló de ello el pasado año pasado, pero en Toribío, salvo mayor presencia policial y que la compañía eléctrica en vez de cortar la luz ha empezado a cobrarla, poco se ha notado.

En el pasado, las iniciativas públicas fallaron tanto por la presencia y control del territorio de la guerrilla como por la falta de coordinación de los diferentes departamentos del Estado. Allí donde daban semillas de café no se adecentaba la carretera o viceversa, y la marihuana fue la solución mientras la violencia consumía la montaña andina. Es la pescadilla que se muerde la cola. Los campesinos tendrían que arrancar sus cultivos de marihuana, pero si lo hicieran sin el apoyo del Gobierno estarían condenados a la miseria. Y hasta que no haya alternativa seguirán con ellos. Por la noche, de momento, la luz de los invernaderos seguirá iluminando el valle.