Aunque parezca mentira, los políticos norteamericanos han tenido sus momentos de lucidez y ha sido culpa de las grandes compañías que todas sus iniciativas para legalizar el cultivo o el consumo de cannabis se hayan ido al traste. El poder de los grandes 'lobbies', que veían amenazados su negocios, provocó que ciertos esfuerzos de la administración de Estados Unidos por eliminar barreras legales terminaran cayendo en saco roto.

Como si de un empalagoso culebrón se tratase, la relación que a lo largo de los siglos han mantenidos las autoridades estadounidenses y la marihuana se podría resumir en un continuo vaivén de amor y odio, de necesidad y rechazo.

Que el propio George Washington, allá por el siglo XVIII, ya experimentase separando las plantas macho de las hembras, bien. Que más tarde, con la llegada de mexicanos a territorio yanqui, la popularidad del cannabis se disparase e, incluso, se asociase a prácticas espirituales de los inmigrantes negros, eso mal. Que luego el Estado necesitase potenciar el cultivo del cáñamo para proveer a los soldados del material necesario para hacer la guerra... Eso regular nada más.

Y así una y otra vez. Si echamos la vista atrás podemos comprobar que, desde la fundación del país, los mandamases políticos estadounidenses han sabido ver el rédito económico que podían sacar del cultivo de marihuana, pero han tenido que hacer la vista gorda. Es más, cuando se decidían a abrir una senda diferente a la prohibición, fueron otros los encargados de poner trabas y devolver la cuestión al camino absurdo de la negativa y el impedimento.

No hay más que ver lo ocurrido con el documental 'Hemp for Victory', con el que las autoridades estadounidenses trataron de animar a los agricultores del país a que apostaran por crear plantaciones de cáñamo. La administración Roosevelt se vio obligada a eliminar de todos sus registros este breve documental debido a la presión ejercida por los grandes magnates de la industria del papel, que no tenían intención alguna de repartir el pastel con nadie.

Quien tiene el dinero, tiene el poder

Si bien en las décadas de 1960 y 1970 las grandes compañías tabacaleras alcanzaron un acuerdo tácito con las autoridades de Estados Unidos para desarrollar diferentes investigaciones, e incluso productos, anticipándose a una previsible legalización de la marihuana, cuando a los poderes económicos no les convenían los avances en esta dirección hicieron todo lo posible para impedir que las medidas del Estado les dejasen en fuera de juego.

Gran parte de culpa de que todas estas triquiñuelas hayan visto la luz la tiene el activista estadounidense pro cannabis Jack Herer, al que los cultivadores homenajearon bautizando con su nombre una variedad de marihuana. En su famoso libro 'The emperor wears no clothes' ('El emperador está desnudo'), Herer aborda lo que él denomina la “conspiración del cáñamo”. Según sus averiguaciones, los grandes culpables de la desaparición de las plantaciones de cáñamo no fueron otros que Harry J. Anslinger (primer comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos de Estados Unidos), la compañía petroquímica Du Pont y otros tantos líderes industriales influyentes como William Randolph Hearst y Andrew Mellon.

El caso de la firma DuPont refleja a la perfección el 'modus operandi' de todos ellos. En la década de 1930, esta compañía había desarrollado una nueva fibra sintética, el nylon. Este material, tal y como lo había previsto la empresa, debía ser el sustituto natural de la cuerda de cáñamo, por lo que el cultivo de esta planta debía reducirse todo lo posible para así evitar una incómoda competencia. ¿Qué mejor para ello que una prohibición de la marihuana? No se hable más, respondieron las autoridades de Estados Unidos, que implantaron la Marijuana Tax Act de 1937 (la Ley de Impuestos sobre la marihuana).

En su informe anual de ese mismo año, sabedores de lo que estaba en juego, los mandamases de esta empresa advertían a los suyos de que “los ingresos que aumentan el poder del Gobierno pueden convertirse en un instrumento para forzar la aceptación de nuevas ideas de reorganización industrial y social”. De ahí que pusieran todo su empeño en echar por tierra cualquier iniciativa de las autoridades de Estados Unidos para relanzar el cultivo del cáñamo. Con este propósito, no resulta nada extraño que forzasen a la administración Roosevelt a guardar bajo llave 'Hemp for Victory'.

Algo similar ocurrió con William Hearst. Este polifacético magnate estadounidense sembró el pánico entre sus paisanos alertando sobre los supuestos efectos nocivos de la marihuana, para no ver mermadas sus arcas. Poseedor de una enorme superficie de tierra de donde se extraía la madera adecuada para elaborar la pasta del papel, Hearst tampoco quería que el cultivo del cáñamo se expandiese, ya que 10.000 hectáreas dedicadas a esta planta eran capaces de producir todo el papel que 40.000 hectáreas de tierras donde obtener pulpa convencional de madera.

Para conseguir sus propósito y relanzar las ideas prohibicionistas, Hearst se sirvió de todo el entramado mediático que había conseguido construir y que, casualmente, tenía en el papel su principal soporte. Después de heredar de su padre el diario The San Francisco Examiner, adquirió The New York Journal y, para conseguir aumentar la tirada de sus medios, pergeñó una nueva forma de hacer periodismo que ha llegado hasta nuestro días: el periodismo 'amarillo', también conocido como sensacionalismo. Llamativos y aterradores titulares, imágenes impactantes y temas donde la polémica y el alarmismo eran los grandes protagonistas. Así consiguió crear un imperio tan próspero que ha llegado hasta nuestros días.

Tan solo conociendo estos recovecos históricos podemos llegar a comprender cómo, pese a los buenos ojos con que veían el consumo y el cultivo de marihuana los padres de la Constitución de Estados Unidos, no ha sido hasta varios siglos después cuando se han dejado a un lado las políticas prohibicionistas y se ha abogado por el siempre preciado sentido común.