La literatura americana sobre drogas dio comienzo con este libro, el relato autobiográfico de un estudiante de veinte años que experimentó la soledad y la paranoia de ser el único toxicómano en el escenario más convencional que pueda encontrarse: una pequeña ciudad rural de la Norteamérica anterior a la guerra civil. (Reseña sobre El comedor de hachís. Fecha desconocida.

Una leyenda familiar que intentaba quizás justificar el destino toxicómano del escritor, afirmaba que siendo un bebé, Fitz Hugh Ludlow comió cayena en polvo de un pimentero tras escalar la mesa del comedor. Lo cierto es que, cuando ya tenía diecisiete años, este joven escritor neoyorquino comenzó a ingerir dosis diarias de unos potentes preparados de cannabis de mediados del siglo XIX, época anterior a la prohibición de los psicoactivos. Hoy en día es considerado por muchos como el símbolo de las virtudes y los posibles peligros del cannabis.

Como comenta el blog Potfiles.com, “las cantidades que Ludlow ingería eran heroicas”. Quizás el detonante de este hábito al que se mantuvo fiel durante casi dos años estuviese en el típico espíritu de rebeldía adolescente contra la figura paterna. Fitz era de hecho hijo de un reverendo protestante que militaba en la American Temperance Society, una organización dedicada a infundir en los ciudadanos norteamericanos los principios de la abstinencia del alcohol y que también criticaba el consumo de opio.

Fitz Hugh Ludlow creció en este ambiente con mala salud y una fuerte miopía, lo que le hizo alejarse del juego con los niños del pueblo de Poughkeepsie en el que residía su familia. En su lugar, comenzó a ensuciar páginas de papel con palabras y letras. Y no se le daba mal. A los once años ya componía poemas como un adulto y antes de comenzar los estudios universitarios leyó los clásicos griegos y latinos en su lengua original. Era uno de los favoritos de sus profesores por su manejo de las artes, un tipo con talento, menos para las matemáticas.

Quizás debido a su carácter hipocondriaco, desarrolló además un gran interés por la medicina, lo que le llevo a cultivar la amistad del boticario de su ciudad. Gracias a esto, probó muchos de los productos que se vendían en la tienda.

Un buen día de la primavera de 1854, cuando ya casi había abandonado sus ensayos por puro aburrimiento, sobre la mesa de Mr Anderson encontró algo que nunca había probado y que venía etiquetado como Cannabis. Se trataba de una sustancia de color marrón verdoso y olor aromático. El boticario le comentó que venía de la India y se usaba para tratar el tétanos. Según Letras Psicoactivas, había sido fabricada por el laboratorio de Tilden & Company, empresa radicada en New Lebanon, en el mismo estado de New York. La fórmula que incluía en sus envases era una creación del botánico inglés James Edward Smith (1759 –1828).

Ni corto ni perezoso, el adolescente quiso llevarse una muestra de aquello para probarla, pero Anderson se lo desaconsejó enérgicamente, llegando a decir que se trataba de un veneno. Ludlow entonces consultó algunos libros, especialmente el Chemistry of Common Life, de James Johnston.

Allí pudo leer que se trataba de una planta utilizada por muchos pueblos orientales debido a su capacidad para provocar el éxtasis, que llegó a Norteamérica en el siglo XVIII, que tenía muchas aplicaciones prácticas y terapéuticas, y que un famoso cultivador de la misma había sido nada menos que George Washington. El autor incluía una descripción de sus efectos y contaba que en la savia del vegetal había una embriagante sustancia resinosa.

Haciéndose con la sustancia, dos veces más potente que la resina cruda y diez veces más potente que las flores de marihuana, la probó sin notar ningún efecto las dos primeras ocasiones. Infirió más, primero un gramo y luego dos. Entonces sintió algo extraño en su interior. J. C. Ruiz Franco le cita en su artículo Fitz Hugh Ludlow, el comedor de hachís:

“Me sentí golpeado por la embriaguez del hachís como si un me hubiese caído un rayo. Aunque sólo había sentido sus efectos una vez, el aviso de su llegada me era tan familiar como las cosas de mi vida diaria. Muchas veces me han pedido que explique la naturaleza de esa sensación, y a menudo he intentado hacerlo, pero no hay nada parecido que pueda representarlo perfectamente, ni siquiera de manera aproximada. Lo más parecido es nuestra idea de la separación del cuerpo y el alma (…) Las palabras que todo el mundo utiliza para cualquier fenómeno extraño son: ‘no son más que imaginaciones’. Es cierto, era una cosa imaginada, aunque para mí, con los ojos y los oídos completamente abiertos, era algo tan real como todo lo que nos rodea”

Así, Hugh Ludlow comenzó su vida psiconáutica. Para él “El hachís siempre trae consigo un despertar de la percepción que magnifica la sensación más pequeña hasta que ésta alcanza límites insospechados”. Por otro lado el usuario de hachís era quien desarrollaba “la plena capacidad del alma para experimentar un amplio bienestar, una visión mucho más profunda, una mejor experimentación de la Belleza, la Verdad y el Bien de lo que lo hacía antes, tras las “rendijas de su celda”.

Sin embargo, como comenta Drogas Inteligentes Fitz Hugh se aficionó demasiado al hachís, desarrollando dependencia. Y es que la cantidad que solía ingerir equivalía a unos seis o siete cigarrillos o porros de marihuana, teniendo que cuenta (como sabemos) que por vía oral produce efectos más fuertes.

Así experimento estados alterados que indicaban que podía estar consumiendo en exceso.

“…ahora, pasado un tiempo, el espacio también se expandió… todo el ambiente parece dúctil y gira sin cesar. Gira hacia los grandes espacios que me rodeaban por todas partes”.

Ludlow pasó muchos meses bajo los efectos del hachís. Engarzaba un estado de exaltación y visiones con otro, sin dejar que desapareciese el efecto. Se puso a escribir, pero con dificultad, ya que, al parecer, las ideas se sucedían a tal velocidad que le resultaba difícil plasmarlas. Gracias al cannabis podía viajar por todo el mundo, montar en dromedarios, dormir bajo las estrellas o viajar hacia ellas en el espacio y en el tiempo. Pero también le empezaron a asaltar ideas suicidas, miedos, aversión a hablar o a hacer cualquier cosa. Sufría malos viajes y depresión psíquica. Fitz Hugh acabó reconociendo que su relación con el hachís se había convertido en enfermiza: “Ahora la droga, pese a toda su revelación de misterios interiores, su belleza sobrenatural y sublimidad, me parece la planta del mismísimo infierno, la hierba de la locura.”

A finales de 1856 Ludlow publicó el artículo The apocalypse of hachis en un intento de advertir sobre los peligros del exceso del consumo. Después, en 1857, Siguiendo el modelo de Thomas De Quincey y sus Confessions of an English Opium-Eater (Confesiones de un inglés comedor de opio, 1820), escribió la obra que le inmortalizó: The hasheesh eater. Lo consiguió hacer de un tirón, sin corregir casi nada: un frenesí cannábico en todos los sentidos, tanto en el contenido como en la forma.

Según la figura de culto Terence McKenna, con este libro Ludlow, había comenzado una corriente por la que navegarían muchos otros autores:

“…una tradición de literatura fármaco-picaresca que encontraría exponentes posteriores en William Burroughs y Hunter S. Thompson... Parte genio y parte loco, Ludlow está a medio camino entre el Capitán Ahab y P.fT. Barnum [un famoso empresario del siglo XIX, famoso por su frase "Nace un tonto cada minuto"], una especie de Mark Twain del hachís. Hay un enorme encanto en esta apertura pseudocientífica, de espíritu libre, a medida que avanza en las oscilantes dunas del mundo del hachís.”

En su obra, el hijo del predicador combinaba impresiones en primera persona sobre los efectos del extracto de cannabis con reflexiones filosóficas acerca de los estados alterados de conciencia, al mismo tiempo que analizaba las formas en las que la percepción se organiza en la mente y la manera en que esta organización se veía modificada (incluso a nivel político y filosófico) a través de los estados alterados de conciencia. Pijama Surf recordaba el pasado año una de las reflexiones de Ludlow al respecto "Existen razones para temer que los hombres prefieren investigar cómo se hace la muselina, los rastrillos y, sobre todo y alrededor de todo, el dinero, en lugar de como están construidas sus mentes".

En 1863, Fitz Hugh Ludlow se trasladaba San Francisco, donde vería la luz su segundo libro. The Heart of the Continent (El corazón del continente).

Debido a su mal estado de salud, producto en gran parte de una tuberculosis que se le había detectado cuando tenía veintisiete años, partió para Europa en 1870 junto a su esposa, uno de sus hijos y su hermana. Tras pasar mes y medio en Londres fue internado en un sanatorio en la ciudad suiza de Ginebra. Allí murió al día siguiente de cumplir los treinta y cuatro.

En el pasaje “¿Qué deben hacer para ser salvados?” de su libro El comedor de Hachís había escrito el premonitorio texto: “Sobre el ataúd del comedor de opio, por fin, gracias a Dios, una mujer y una hermana puede dejar de llorar y decir ‘Al fin es libre’”.